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El Jardín Marchito 

Miki Chan

Nota de la autora: Este relato está inspirado en “Miré los muros de la patria mía” de Francisco de Quevedo. Es una respuesta que busca encontrar belleza y esperanza dentro de la decadencia del Barroco español.

A mediados del siglo XVII, España estaba cansada. Las guerras habían vaciado las ciudades y las campanas de los conventos repicaban con menos fuerza. Las calles estaban llenas de soldados convertidos en mendigos, que regresaban de Flandes sin nada. En casa de mamá, la risa se había apagado y todo parecía vacío. Los marcos dorados habían perdido su brillo y las alfombras olían a polvo y humo.

 

Bajé por el hueco de la escalera y me quedé mirando el retrato del abuelo. Sus ojos, pintados con orgullo en el marco descolorido, reflejaban la fuerza que papá había perdido cuando solía decir que veníamos de una gran estirpe de caballeros que cabalgaban junto al rey.

 

Afuera, el jardín estaba en silencio. Las fuentes estaban secas y el mármol, rayado. Las rosas, las flores favoritas de mi madre, se habían marchitado. Tomé una y vi cómo sus pétalos se deshacían entre mis dedos. Cuando era niño, este jardín se caracterizaba por la música y la celebración. En los días festivos, las velas iluminaban cada ventana, y los poetas venían a recitar versos sobre la belleza y la fe. Recordaba los versos de Quevedo sobre cómo el tiempo devora todas las cosas. No los había comprendido entonces, pero ahora sí. El imperio que una vez se extendió por los océanos se había reducido a recuerdos y deudas. 

 

El aire estaba impregnado del olor a cera del oratorio cercano, y a lo lejos, podía oír el lento canto de las monjas. Poco a poco, la melodía se hizo más clara. Era una sola frase que se repetía una y otra vez, resonando entre los muros del convento:

 

“Algo está comenzando de nuevo.”

 

La canción flotaba sobre el jardín vacío cuando algo llamó mi atención. Un pequeño brote había asomado de la tierra seca. Su color era fresco, un verde suave. Me incliné para tocarlo.

 

Regresé adentro. La Virgen de la capilla familiar estaba cubierta de polvo, pero su rostro aún parecía bondadoso. Encendí una vela y su luz iluminó las paredes. Coloqué la rosa marrón junto a ella. La llama se reflejaba en el cáliz de plata que no queríamos vender. Lo que entraba por la ventana abierta era el aroma a tierra y el sonido de la campana del convento. 

 

“Algo está comenzando de nuevo.” Me quedé allí un rato, observando cómo la llama iluminaba la habitación, agradecido por ese pequeño rayo de esperanza, pero no estaba seguro de si duraría hasta la mañana.

Por alguna razón, deseaba que sí. Quería que la llama durara para poder ver florecer la flor antes del amanecer.

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