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El Niño Junto al Río

Allison y Kelly Zhang

En las tierras fértiles de un pueblo sin nombre en el sur de China, la lluvia nunca termina. Cuando la lluvia se detiene, la vida se detiene. 

 

Cuando ocurre el llanto público, cuando una madre ha perdido a un hijo, cuando un campesino ha perdido su tierra, nadie escucha. La lluvia lo ahoga todo. 

 

Un joven se aparta el único mechón de cabello negro que le cubre la oreja y se seca los ojos de la gruesa gota de lluvia que se le ha pegado. Una multitud se forma a su alrededor, todos intentando abrirse paso hasta el frente. Él se apoya en una roca para mantener el equilibrio. Sus bocas parecen colmenas habitadas por abejas: zumba un flujo incesante de clamor. Entonces un silencio cae sobre la multitud. Él también guarda silencio. 

 

Hoy están aquí para ver el arrepentimiento. 

 

Donde el río desciende, llega una procesión. Son cuatro, vestidos de rojo carmesí y con el rostro cubierto, quienes guían a un hombre de mediana edad por un sendero cubierto de lodo, pasando las rocas que sobresalen, pasando la orilla resbaladiza y hacia el agua. 

 

No hay lucha más que la suya. Se agita, los brazos extendidos buscando cualquier forma de vida a la que aferrarse. Pero los cuatro ya se han ido, y hasta los árboles retroceden. Solo el agua lo abraza ahora y lo hace con pasión. 

 

Las olas rodean su torso, ascendiendo como serpientes alrededor de su cuerpo, silbando. El agua le lame el pecho, luego el cuello, luego el rostro. Su ceño fruncido se convierte en un jado. Creía saber nadar. En las pozas y los lagos, sí lo sabía. Pero en el río, lo olvida. Su último mechón de cabello se une al lecho del río. 

 

No hay funeral. No hay procesión. Solo el agua, quieta, como si nada hubiera roto jamás su superficie. Como si un alma nueva no acabara de unirse a los cientos que gritan dentro del lecho del río. 

 

Entonces comienza un sonido rítmico. Aplausos. El joven se une, y la orilla del río resuena con el eco de mil manos. Están reproduciendo el sonido de un corazón que ya no existe. Un ritual. 

 

Todos conocían a este hombre que ahora yacía con la tierra. Había sido un comerciante que recientemente había viajado desde el Este, desde Shanghai. Sus ojos y su boca se movían de manera distinta a los de la gente del pueblo. Demasiado apagados de mente, pero demasiado agudos de hambre. No apto para esta tierra.

 

El ahora ahogado había llegado a esta tierra fértil con un objetivo: hacerse rico. Pero las ancianas, de esas que vestían de rojo los domingos y que jamás se habían teñido el cabello, simplemente lo vieron como a un recién llegado. Alguien a quien invitar, como complacería el río. 

 

Así que le ofrecieron los caquis de la temporada, los más maduros del racimo. Hurgaron en el fondo de sus alcaenas de décadas y sacaron su preciado jurel ahumado, una ofrenda. Fueron a su casa con el pescado y la leche fresca. Esa era su forma de saludar a todos los que llegaban. 

 

Pero él no las entendió o si lo hizo, eligió no demostrarlo. Encendió su cigarrillo, sopló el humo hacia sus casas y sus manos mientras tomaba los caquis. Sin pronunciar un agradecimiento, les dio la espalda, su chaqueta de cuero gris ondeando al viento. Dejó los frutos sobre el mostrador de la cocina hasta que se pudrieron en la nada. 

 

Las mujeres nunca se quejaron y nunca dejaron de hacerle regalos. Creían, como los dioses lo permitieran, que él acabaría por cambiar. O que el río se encargaría de él. 

 

Meses después, llegó la temporada del monzón. Y mientras las ancianas se reunían alrededor de la mesa de té, se miraron unas a otras con una expresión de reconocimiento. “Ay ya. Ese hombre se ha metido en líos”, lamentó una de ellas mientras infusionaba una hoja de té en el agua caliente. Otro añadió: “Ya no depende de nosotras.” 

 

Y, en el rincón más profundo de la habitación, una mujer de noventa años, a quien nadie había oído hablar en semanas debido a sus dietas debilitadas, dijo: “El río siempre decide. Es el Medidor.” 

 

Cuando el niño se despierta a la mañana siguiente, el cielo sobre Los Ángeles es de un gris opaco, del tipo que sigue a una lluvia torrencial. Excepto que no había llovido. Sólo el siseo de los aspersores elevándose desde los jardines de concreto, el ritmo plástico de las tuberías imitando una tormenta. Esta ciudad está construida sobre la ilusión, con fuentes que fingen ser ríos y piscinas que fingen ser océanos.

 

Pedalea hasta la piscina en la luz tenue, el aire lleno de humo y escape. El agua, cuando se zambulle, es limpia hasta el punto de la esterilidad. No hay barro. No hay memoria. El azul de la piscina es químico, perfecto. El cloro reemplaza el olor a lluvia. Aquí, el agua está controlada, obligada a permanecer en su carril.

La Voz de Poly

 

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